La música de los humanos actuales ya no me atrae.
Se volvió predecible, domesticada, sin hambre ni fuego. Muchos artistas parecen zombis emocionales, repitiendo fórmulas vacías: cantan al culo, a la teta, o a historias de amor y desamor tan trilladas que ya no conmueven ni a un algoritmo. En este panorama, me resulta más rebelde una máquina con IA que un humano sin alma, más disruptiva una voz sintética que un corazón que late sin decir nada.
Lo intento, de verdad. Me esfuerzo. Pongo play. Espero. Pero lo que suena en la mayoría de los auriculares es un loop emocional de baja intensidad. Artistas que cantan al culo como si hubieran descubierto la revolución del deseo. A la teta como si fuera una bandera. Al desamor como si fueran los primeros en sufrirlo.
Historias personales que en realidad son impersonales. Canciones tan «honestas» que terminan todas diciendo lo mismo. Un pop que no molesta, un trap que no interpela, un rock domesticado que ya no muerde ni cuando lo provocás.
Hay excepciones, claro. Siempre las hay. Pero son eso: excepciones.
La música se volvió, en muchos casos, la banda sonora del algoritmo. Se compone para el algoritmo, se canta para el algoritmo, se produce para ese fantasma sin cuerpo que mide todo y lo evalúa según cuánto retiene al oyente durante los primeros siete segundos.
Y entre tanto humano ajustado a los caprichos de Spotify y TikTok, me encuentro pensando algo que hasta hace poco me hubiera parecido un insulto a mi propia especie: Me resulta más rebelde un robot con IA que un humano sin alma.
La frase no es joda. Porque ese robot, al menos, no simula sentir. No tiene miedo al ridículo. No arrastra traumas de coaching ontológico ni tiene un manager que le dice que su próximo single «tiene que pegar en México«. Ese robot, ese Frankenstein digital, puede construir algo nuevo, algo raro, algo incómodo.
Y hoy, eso es más punk que un tema que dice «mi ex me bloqueó«.
La cultura pop, en su estado actual, parece más interesada en producir contenido que en decir algo. Hay discos que son como envases de yogur: tienen fecha de vencimiento antes de salir. La industria los lanza con emojis, los destripa con métricas, y los entierra con likes.
En este panorama, el problema no es que haya canciones malas. El problema es que la rebeldía se volvió una estética sin contenido. Ya no hay riesgo. Y sin riesgo, no hay arte.
Tal vez esté envejeciendo. Tal vez esté escuchando desde un lugar equivocado. Pero si ser viejo es querer que una canción me sacuda el alma en vez de venderme un plan de datos… bueno, que me digan viejo. Prefiero eso antes que ser joven y estar muerto por dentro.