En diálogo con Aquí Música, Fernando Palacio recorre sus raíces familiares ligadas al arte, la pasión que lo llevó a abrazar la música como forma de vida y su mirada sobre la historia sonora de Tandil, entre memorias compartidas y futuros por escribir.

Fernando Palacio es sinónimo de música en Tandil. Muchos ya conocen tu historia, pero hay generaciones nuevas que quizá no… ¿Cómo arrancó todo?

Bueno, hay que remontarse a la época de mi infancia, tal vez incluso antes. Cuando empecé a tener uso de razón descubrí que lo que sentía se podía llamar sensibilidad: me atraían los sonidos, cualquier sonido. La percusión, los pájaros, hasta los ruidos de los colectivos. Yo vivía en el barrio de la estación y viajábamos mucho en el 501, los más destartalados de todos. Algunos tenían chapas sueltas o motores ruidosos que en mi cabeza se transformaban en ritmos.

Después empecé a ver a mi viejo tocar la guitarra, y también a mi abuelo materno. Sentí una atracción muy fuerte por la música, algo que ya traía adentro. A los 5 o 6 años ya estaba fascinado con los ensayos de Sierra Alta, el grupo de mi papá, que había pasado por Cosquín y grabado un simple. Yo escuchaba sus arreglos de guitarras y voces, y era como si todo eso ya estuviera en mi genética.

En casa también sonaban Los Cantores de Quilla Huasi, Los de Salta, Los Manseros, Ariel Ramírez con la Misa Criolla, Daniel Toro, Tucumán 4. Jugando, fui aprendiendo. La música siempre fue un juego y lo sigue siendo.

Con mis amigos Rodolfo y Germán Vázquez nos pasábamos tardes escuchando discos. Recuerdo uno con cigarras en la tapa: era Pappo’s Blues Volumen 2. Ese fue mi primer impacto fuerte. Después vinieron Charly, Almendra, Spinetta, pero primero fue Pappo. También escuchábamos a los Beatles, música disco, y empezamos a descubrir el rock más pesado: UFO, que para mí fue una de las bandas fundadoras del metal. En Argentina escuchábamos Plus, Manal, El Reloj, Aquelarre… todo lo que aparecía.

El primer instrumento que toqué fue una melódica. Una vez me prestaron una y, sin saber nada, empecé a sacar melodías de oído. Mi abuela le dijo a mi papá: “Comprale una, porque el chico toca solo”. Y así llegó mi primera Hoffner, de color gris. Con ella arranqué a tocar en serio.

A los 12 ya tenía la necesidad de agarrar la guitarra de mi viejo. Aprendí los primeros acordes, lo básico. Y un día me invitaron a una banda: ensayaban en una terraza, y ahí conocí a Fernando Badone. No tenía guitarra eléctrica, pero conseguí una prestada. Cuando toqué algo, Badone me dijo: “Tenés que conseguirte una guitarra urgente”. De ahí no nos separamos más.

Después de Malvinas, en el 83-84, armamos canciones juntos, una dupla creativa: él con las letras y yo con la música o los arreglos. Era una época fuerte, llena de proyectos. Más tarde, él armó La Orden y yo formé Glamour con Mali, Gaby Aiello, Walter Ríos y otros músicos. Ahí llegaron los bailes, porque había que trabajar tocando donde se pudiera. Y así empezó todo este camino.

Antes no era tan común que los boliches tuvieran DJ. Seguramente vos fuiste parte de esas bandas que hacían bailar en Unión, Independiente y otros boliches de Tandil. ¿Cómo era esa época?

Sí, fui parte de eso. Al principio las bandas tocábamos en los bailes, igual que en Buenos Aires: Almendra o Pappo tocaban en fiestas donde la gente iba a bailar. Acá era parecido. Con la época de Malvinas quedó solo la música nacional, y ahí también se abrió un espacio fuerte.

Mi primera experiencia en un baile fue con Liberación, junto a Carlito Rebello, Rubén Aiello, Pantuso, Jorge Ávila y Oscarcito Frómulo. Tocábamos de todo: foxtrot, pasodoble, vals, chamamé, tango. Eso me curtió en el escenario y me dio oficio.

Era una época maravillosa: se tocaba mucho en todos lados. El furor duró hasta los 90. Después vino la decadencia, a nivel local y mundial, y en los 2000 prácticamente desaparecieron las bandas de los bailes.

¿Sentís que en los últimos años la costumbre de invitar a bandas en vivo a los boliches de Tandil está volviendo, o es solo percepción mía?

No creo que esté volviendo. Veo que hay muchos solistas y cantantes de escuelas de canto copando bares y boliches, pero pocas bandas. El rock en vivo perdió espacio. Lo último fuerte fue Bunker. Hoy lo que se ve son algunos acústicos, como La Reventada, pero no una movida consolidada de bandas de rock.

Si volvieras a nacer y pudieras elegir profesión, ¿volverías a ser músico?

Sin dudas. Soy músico desde antes de nacer y lo seré hasta el día que me vaya. Si vuelvo, quiero nacer músico todas las veces que haga falta. Lo único que me hubiera gustado es poder estudiar algo más a la par, porque en su momento tuve que salir a laburar. Pero no me imagino siendo otra cosa.

¿Tus cinco violeros imprescindibles?

Brian May, Ritchie Blackmore,Eduardo Falu, Pappo, Salinas y Jeff Beck. (Ya sé que eran cinco… pero uno más no molesta).

Si tuvieras que homenajear con un monumento a un artista local, ¿a quién sería?

A mi viejo, sin dudas. Él fue todo: padre, amigo, compañero. Me transmitió la música por legado y por amor. Ya en vida era un monumento. Un tipo con chispa, batallador, que llevó a Sierra Alta muy lejos. De él heredé la polenta y también la sangre india, la intuición, la percepción. El homenaje eterno es para él.

¿En qué estás trabajando actualmente?

Estoy haciendo un unipersonal con repertorio de los 80, nacionales e internacionales. Quiero generar un espacio mensual en algún bar para revivir esa época maravillosa.

También tengo muchas canciones propias. Antes de la pandemia grabé algo con mezcla de folclore y otros géneros, aunque nunca lo presenté en vivo. Sí pude estrenar un videoclip, Hasta que el sol se apagaba, grabado en el barrio de la estación junto a Hugo Mengachini. Es una chacarera-pop que habla de mi infancia.

Sigo tocando en Tandil, viajando a algunos lugares cercanos, componiendo y armando proyectos. La música no para nunca.

Invitame un café en cafecito.app