De los primeros acordes en guitarras improvisadas al sueño de una escena cultural más justa, Marcelo Foschino repasa cómo nació el rock en Tandil, los espacios que lo marcaron y la necesidad de que la música vuelva a ser un oficio digno.
En las crónicas de época tu nombre aparece junto a los de los hermanos Flores, Demarco y otros pioneros. ¿Cómo recordás ese momento inicial del rock en Tandil?
La movida comenzó mucho antes de los hermanos Flores. A mí me atrapó desde la escuela primaria; ya en quinto grado, el hermano Santiago notó que afinaba y me hacía participar de los cánticos para la misa. Esa primera inquietud musical se mezcló con la efervescencia cultural de la época: el mayo francés, la revolución hippie, las ganas de romper con lo acartonado. Fue un momento único.
Arrancamos escribiendo poemas en el colegio y después canciones, primero de manera lúdica, haciendo ‘rock pogólico’, inventando letras ridículas como «Cuserezas«. Nos juntábamos en el anfiteatro para recitales improvisados para un grupo de amigos, lo que luego sería precursor del Tandil Pop. Claro que al principio había que negociar: medio en broma, medio en serio, le llevábamos una botella de vino al cuidador (que era medio curda) para que nos dejara tocar. Más tarde, Coie Granato consiguió hacerlo de manera legal con permisos municipales.
¿Se podía vivir de la música en aquellos años?
Mirá, yo lo conseguí durante varios años. Tocábamos viernes, sábado y domingo, y el domingo hacíamos hasta dos funciones en Unión. Estábamos mejor en dinero que ahora, sin dudas. Era el final de las grandes orquestas típicas y de jazz que animaban los bailes, y ahí se abrió un espacio para nosotros: los clubes contrataban grupos jóvenes para hacer música bailable, la música beat, lo que escuchaban los chicos. Eso significó mucho trabajo, había laburo por todos lados.
Después se armó también un circuito en bares y confiterías: Don Pepone, el Golden, Scotch Bar, la confitería de Norte… Yo llegué a ganar bien, incluso más que en épocas posteriores. Todo ese movimiento fue desapareciendo cuando empezó a ponerse de moda tocar gratis, o cuando al músico lo obligaban a ser productor, a vender entradas. Eso, para mí, fue tirando abajo todo.
Espacios como El Cisne y El Ideal fueron fundamentales. ¿Qué significaban para vos en ese tiempo?
Esos lugares eran sagrados, como un altar. Allí se armaban mesas con amigos, se discutía música, poesía, literatura y se compartían ideas. Todo el mundo quería sobresalir y mostrar algo nuevo. No había redes sociales: todo era intercambio directo de libros, ideas y propuestas musicales. El bar, el club o el anfiteatro eran centros sociales donde la música se vivía intensamente.
¿Cómo era la relación entre música, poesía y militancia política en aquellos años de efervescencia?
Estaba muy entrelazada. En los 70, aunque éramos jóvenes sin militancia formal, nos interesábamos en política y nos cruzábamos con ideas de distintos partidos. La música reflejaba ese contexto: muchos artistas incorporaban referencias políticas de manera poética, sin consignas explícitas. León Gieco, Víctor Heredia y Charly fueron ejemplos de esta expresión, que incluso desafiaba la censura militar mediante códigos líricos. Esa relación entre poesía y música política era natural y formativa.
En aquellos primeros años, ¿Con qué guitarras y equipos tocaban? ¿Eran instrumentos fáciles de conseguir en Tandil?
Empezamos con percusión improvisada: latas de aceite, redoblantes de dulce de batata y guitarras caseras hechas de material reciclado. Ya de chicos, con mis amigos, armamos nuestra primera banda que se llamaba Té con Leche, donde mezclábamos esa inocencia infantil con la curiosidad de tocar lo que escuchábamos en la radio. Más tarde, descubrimos las primeras guitarras y baterías verdaderas en el local de la señora Lanzelotti, en la Galería San Martín. Mi primer instrumento propio fue un bajo, que conseguí con un crédito, en una época donde nadie quería tocarlo: todos querían ser violeros o cantantes, porque eran los que más admiraban las chicas. Para poder adquirir equipos nos la rebuscábamos: tocábamos en clubes y bailes, combinando música bailable con el incipiente rock local, y con lo que juntábamos íbamos comprando instrumentos y equipos.
Si tuvieras que definir tu sonido en pocas palabras, ¿Qué elementos no pueden faltar?
Me gustaría que no falte ningún instrumento. Aunque no siempre los tenga todos a disposición, suelo arreglármelas con teclados para emular otros instrumentos en MIDI, además de guitarra y batería. Me gustan guitarras penetrantes, con ese vuelo expresivo como las de Gilmour, bajos bien presentes que sostengan la base, y pianos que acompañen la letra sin opacarla. También me resultan fundamentales las voces femeninas, que dibujen notas en los agudos y le den color, frescura y un matiz emocional distinto a cada tema.
Pero más allá de la instrumentación, todo está al servicio de la canción y la lírica. La música no es solamente técnica: es expresión, emoción y narrativa. Lo que me interesa es que cada canción tenga detrás un concepto, una idea que la sostenga, y que la poesía atraviese todo ese proceso. Porque al final, la poesía y la emoción son lo que convierten a la música en algo más que un sonido: la transforman en un lenguaje con sentido.
Desde tu mirada de pionero, ¿Qué le falta al músico tandilense para poder vivir de su arte y qué podrían aportar los organismos culturales y empresariales?
A los músicos les falta actuar y cobrar por su trabajo. Antes había clubes con orquestas en vivo, y se podía vivir de la música. Hoy, muchos tocan gratis y la figura del músico-productor dificulta la escena.
Lo que falta es un trabajo conjunto entre todos, músicos, Secretaría de Cultura y Cámara Empresaria: mesas de diálogo, despolitización de la cultura, apoyo a todas las expresiones artísticas, incentivos a bares y espacios que contraten músicos. No se trata de castings ni de elegir quién es mejor, sino de hacer florecer las inquietudes culturales y dar oportunidades equitativas a todos.