Entre playback y pantallas LED, la música dejó de incomodar. Solo entretiene. Y eso también es una forma de control.

Ya lo decía Tavistock: a los pueblos hay que darles una fiesta por año. Hoy la fiesta es permanente, con luces LED, playback, 5G y discursos de empoderamiento. Pero la función es la misma: distraer. Ayer con vino, hoy con reggaetón, rock prefabricado o pop disruptivo sponsoreado por marcas que ni sabés pronunciar.

En el libro «El Instituto Tavistock«, Daniel Estulin describe cómo ciertos centros de poder (invisibles pero tremendamente eficaces) moldean la cultura de masas para evitar el pensamiento crítico, la revuelta real y, sobre todo, la conciencia colectiva.

No lo hacen con látigos. Lo hacen con festivales.

Uno de los fragmentos más inquietantes del libro cita el modelo de la «democracia de Pendes«, una estructura social medieval en la que a los esclavos rurales se les permitía celebrar una fiesta por año. Una sola. Suficiente para que exploten, se embriaguen, se desahoguen y vuelvan mansitos a sembrar los campos.

«Se consideraba necesario celebrar la fiesta, por lo menos, una vez al año; pues servía de válvula de escape y de contención de posibles revueltas de una población rural esclavizada.» Daniel Estulin

Esa válvula hoy no se abre una vez al año.

Se abre todos los días. Con Lollapalooza, con Cosquín Rock, con los Latin Grammy, con el show de Lali en el Luna Park que parece una misa pop interseccional con pantallas de última generación.

La fiesta continua, pero sin subversión

En su momento, el rock parecía romper estructuras. Pero lo hacía con el volumen que el sistema permitía. El rock servía como falsa rebeldía funcional: gritá, fumá, cogé, pero no pienses. No cuestiones el sistema, cuestioná a tu ex.

Y si vas a drogarte, mejor que sea con LSD antes que con libros.

Hoy el rock ya no molesta. Y la cultura pop mainstream tampoco. Solo ocupa el espacio de la disidencia sin ejercerla.

Lali, por ejemplo, es el ícono de una generación que baila «rebelde» pero sin amenaza real. Todo suena a revolución, pero es coreografiada. Todo parece empoderamiento, pero está guionado por un equipo de marketing que testea cada paso con hashtags.

La nueva edad media viene con WIFI incluído

Antes te hacían callar con miedo. Hoy te hacen cantar con estética. Todo lo que parecía subversivo se volvió parte del decorado:

El trap, que empezó como grito de barrio, hoy vende champán y Versace.

El pop, que alguna vez fue refugio queer, ahora repite slogans que no incomodan ni al algoritmo.

El rock… ¿alguien se acuerda de cuándo dejó de molestar?

La fiesta, como decía Estulin, sigue funcionando como anestesia colectiva. Solo que ahora el DJ lo maneja el algoritmo. Y el sistema ya no teme la rebeldía: la administra.

¿Querés entender por qué no estalla la bronca? Porque está siendo canalizada. Con ritmo. Con humo. Con buena iluminación. Y con entradas en cuotas.

Nota editorial

Esta columna representa una opinión cultural, reflexiva y personal, basada en hechos de dominio público, referencias bibliográficas debidamente citadas y análisis crítico sobre fenómenos sociales y artísticos. Las menciones a figuras públicas se realizan con respeto, dentro del marco del derecho a la libertad de expresión garantizado por el Art. 14 de la Constitución Nacional Argentina, el Art. 13 del Pacto de San José de Costa Rica y la legislación vigente sobre prensa y expresión artística.

Aquí Música no afirma hechos injuriosos ni realiza acusaciones personales. Este contenido tiene fines exclusivamente periodísticos y culturales

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