El Flaco y el Salmón: uno vuela, el otro nada… y vos, ¿a quién le creés?
Mientras Luis Alberto Spinetta se canoniza como el santo laico del rock argentino, Andrés Calamaro sigue oliendo a calle, cigarrillo y sinceridad. ¿Por qué uno es considerado poesía pura y el otro apenas un «desafinado simpático«? Una nota que se anima a decir lo que pocos: que el mito también se construye con marketing emocional.
Hay una playlist que no falla. Se llamaría algo así como «Rock Nacional Poético» y arranca con «Cantata de puentes amarillos«. Tiene 19 canciones. 11 son de Spinetta. Las otras, de tipos que lo rodean como si fueran planetas alrededor del sol: García, Páez, Aznar. Y una de Calamaro, al final, como diciendo «bueno, también estuvo«.
No falla: la ponen los chicos de gorrito de lana en agosto, los que estudian Letras y los que trabajan en agencias creativas con aroma a birra artesanal. A todos ellos les pregunto lo mismo:
—¿Realmente entendés lo que dice Spinetta?
—¡Obvio! —responden con tono de quien ha leído a Pessoa en la secundaria—. Es como… etéreo, ¿entendés?
No. No entiendo. Y lo digo sin miedo: a veces leer a Spinetta es como abrir un libro de física cuántica escrito por Borges. Hermoso, sí. Musical, también. Pero ¿cuánto hay de verdad y cuánto de necesidad de parecer profundo?
La poesía, ese país al que no todos pueden entrar
Luis Alberto Spinetta fue, sin dudas, un tipo iluminado. Inventó un lenguaje. Metió a Rimbaud y a Verlaine en canciones. Tocó como los dioses. Pero, ¿no será hora de decir que también tuvo momentos que rozaban el esoterismo snob? ¿Que algunas letras se sostienen más por la mística que por el contenido?
Mientras tanto, ahí está Andrés Calamaro, escribiendo frases como «no se puede vivir del amor» o «Te quiero, pero te llevaste la flor y me dejaste el florero«. Frases que podés entender sin subtítulos. Canciones que no piden un diccionario de sinónimos. Canciones que no se estudian: se cantan, se lloran, se gritan con olor a Fernet y recuerdos medio rotos.
El desafinado con swing
Calamaro canta raro. A veces parece que llega tarde. O que no le importa. Pero hay algo indiscutible: tiene swing. Y tiene calle. No la calle de Palermo Soho, sino la de Constitución, la del Subte B a las 7 de la mañana, la del amigo que no ves hace mil pero sabés que si lo llamás viene. Calamaro no busca ser elegante. Es sincero, es sucio, es real.
Y eso —en un mundo donde todo tiene filtros, hashtags y épica de cartón— es casi revolucionario.
La postal que elegimos
La imagen de Spinetta con su guitarra, flaco como un poema de Alejandra Pizarnik, con fondo de atardecer lisérgico, es perfecta. Vende. Inspira. Da likes. Nadie va a discutir eso. Pero a veces me pregunto si no estamos eligiendo la postal por encima del contenido. Si no estamos diciendo «me encanta Spinetta» como quien dice «yo tomo café de especialidad«, aunque después le tiren azúcar.
¿Y entonces?
¿Spinetta está sobrevalorado? No. Pero sí hiper estetizado. Elevado a un altar donde nadie lo puede tocar. Convertido en símbolo de una profundidad que muchas veces se repite sin ser comprendida.
¿Y Calamaro? Calamaro está ahí. Sentado en un bar. Con olor a vino. Y escribiendo una canción que probablemente te rompa el corazón con tres acordes y una frase que entendés sin esfuerzo, pero que igual te deja pensando todo el día.
Cierre, sin moraleja (pero con auriculares)
Este no es un artículo para derribar ídolos. Es, quizás, para desinflar un poco los globos de helio. Para decir que está bien admirar a Spinetta, pero que también está bien emocionarse con Calamaro sin sentir culpa cultural.
Porque al final, la música no se trata de parecer inteligente. Se trata de sentir. Y si una canción desafinada te acomoda el alma, aunque no hable de «naves nodrizas», entonces, mi amigo, estamos salvados.